«¿De qué recuerdos quieren que me olvide?/¿Qué huída me proponen, temerosa?/
¿De qué peligros dicen que me cuide/ si tengo los del verso y de la prosa?»
H.R.M.
Horacio Rega Molina parece haber elegido destinos que le aseguraran un preferible olvido. Cuando en los años veinte los poetas «ultra» se burlaban de Lugones, Rega Molina lo tomó como maestro. Mientras las vanguardias desmantelaban el ensamblaje retórico de la tradición, él se aplicó al metro, a la rima y a una poesía de equilibrio y acabado clásicos. En los últimos años de su vida, los que siguieron a la revolución libertadora, quiso seguir siendo peronista, murió en 1957.
Para los profesores que se ocupan del canon de la universidad o para las costumbres de la violencia política argentina -desde siempre con un brazo en la literatura-, cualquiera de estas conductas se hubiera percibido como un estorbo. Las tres juntas en un provinciano llegado de San Nicolás de los Arroyos parece haber sido demasiado, conoció el descrédito y la callada proscripción. Detrás estaba uno de los poetas que con mayor encanto e ingenio verbal rimó en nuestro país:
«Y de pronto, sin que me lo explicase,
me oprimió esa orfandad que se revela
en un niño que ve, desde la clase,
oscurecer el patio de la escuela.»
No pocos lazos habrá sentido con la melancólica suerte del mago «Maese Ubís», personaje de uno de sus poemarios de la década del treinta. A menudo la música para piano de Mozart parece acontecer en un ámbito infantil, en un infinito «Children’s corner», sin embargo ningún niño podría comprenderla verdaderamente. Lo mismo sucede con las leves cuartetas que este mago habita y con buena parte de la obra de Rega Molina. En los versos de El solterón, Lugones había hecho rimar la difícil palabra frac con un pensativo busto de Balzac; en el poema de hoy la encontramos armonizando con un apropiado clac, vale decir, sombrero de copa.
Desde hace algún tiempo, en un barrio del sur de Buenos Aires, una plazoleta que ni siquiera merece ese apelativo ha merecido ser llamada como nuestro poeta. Es un triángulo sin proporciones, árido e inhospitalario. En la mal pegada calcomanía del cartel nadie tuvo el cuidado de escribir de modo correcto su nombre.
Alegoría del ilusionista sin ilusiones
(compendio)
«Entre ferias y barracones
alumbrados con arcos de gas,
se ha quedado sin ilusiones
ilusionando a los demás.
Ahora, en una habitación
cuelga del clavo el viejo clac
y extiende el frac de la función.
-Dios tenga piedad de su frac.
Maese Ubís se hace llamar,
y ha recorrido el mundo entero
sacando y echando a volar
veinte palomas del sombrero.
Y como si esto fuera poco
tuvo su drama pasional,
porque casi se vuelve loco
por una excéntrica teatral.
La Imperialito se llamaba
aquella flor de las candelas,
cuyo cuerpo relampagueaba
en un traje de lentejuelas.
Ambos carecen de cartel,
aunque les queda, todavía,
el farolito de un hotel
de tercera categoría.
Mese Ubís y el aposento
son un modelo de prudencia,
pues no mezclan su aburrimiento
ni confunden su indiferencia.
La alcoba alterna su existir,
con una frialdad ejemplar,
entre el que acaba de partir
y el que está próximo a llegar.
Y tiene el mismo aire neutral
que adopta el patrón o el portero
si en la pieza número tal
se ha suicidado un pasajero.
Maese Ubís tiene el aspecto
de esas personas que figuran
en las páginas de un prospecto
donde todos los males se curan.
El, en verdad, ya está curado,
y en una forma bien simplista:
hoy es un desilusionado
y antes era un ilusionista.
Por eso, en una habitación
cuelga del clavo el viejo clac
y extiende el frac de la función.
-Dios tenga piedad de su frac.
La muerte no le desespera
como vivir no le ilusiona,
pues sabe que, cuando muera,
le harán de naipes la corona.
Mas también puede darse el caso
que lo abandonen a su suerte
las cuatro familias del mazo.
-Dios tenga piedad de su muerte.»
«Azul de mapa», (M. Gleizer editor), Buenos Aires, 1931.