Cuando hacia 1940 la tradición del poema largo parecía exhausta, Horacio Rega Molina dio a la imprenta los mil cuatrocientos cuatro versos de su «Oda Provincial» (habría una versión definitiva en 1954). En ella nos da su visión del mundo -y más allá-, desde su pueblo natal de San Nicolás de los Arroyos. Entre las cosas que vio o fingió ver, estuvo un marinero copiosamente tatuado que surcaba las aguas del Paraná. La imagen fue propicia para combinar las mejores dotes del poeta: el galimatías de diseños quedó reflejado en rimas de buen humor y endemoniada habilidad, las aguas y luces del río en versos de sensible poesía que quizá recuerden a Mark Twain y el Mississippi.
En este fragmento (del que damos una versión compendiada) Rega Molina cumplió con el joven deseo -quizá con el presagio- que Labardén cantó en su «Oda al Paraná» en el primer número del primer periódico de Buenos Aires (Telégrafo Mercantil, 1ero de abril de 1801):
«bajo tu amparo/ corran como tus aguas nuestros versos»
«.. En la costa, los árboles baldíos
graban en taciturnas oquedades
esa melancolía de los ríos
cuando pasan delante de ciudades.
Sobre el puente de un barco naranjero
aromado de espesas fruterías,
muestra el busto tatuado un marinero
con signos mágicos y alegorías.
Lo rodean imágenes profusas
en alternadas circunvoluciones.
Guirnaldas de fosfóricas medusas
y valvas de entreabiertos mejillones.
Signos de arábigas astrologías,
no hay en su piel un sitio que el ornato
no haya cubierto de imaginerías
como el entretejido de un brocato.
(Muy cerca, el río adicto le acompasa
la soledad de su corriente ciega,
con actitud de tiempo que no pasa,
o más aún, de tiempo que no llega).
Y el marinero que en la sed y el hambre
avizoró cien puertos y países
abomba el tórax y de su pelambre
nacen figuras como cicatrices:
Por ambos brazos repta una serpiente
en anillada tripa, de manera
que si se mira inadvertidamente
más parece una autóctona pulsera.
La cabeza, en la mano, mete miedo
al viborear con ponzoñez conjunta
una lengüeta para cada dedo
que lo recorre hasta la misma punta.
Completan la monstruosa taracea
pájaros y hojas en compacto friso,
con tal deformidad que acaso sea
una zona infernal del paraíso.
(Pónese ahora el río luminoso,
y bajo el oro de la tarde quieta
enormemente largo y silencioso
brilla como la cola de un cometa).
Como si fuese ayer, recuerda todo:
primero, los pinchazos de la aguja
clavada oblicuamente, único modo
que no salte de sangre una burbuja.
Después, la aplicación de tinta china
que da, bajo la piel, su azul de vena,
y por último el frote con orina,
súbita causa de mortal gangrena.
Y así fueron surgiendo en sus tetillas
bajo la habilidad del operario,
las simbadmarineras maravillas
que escogió en un fantástico muestrario.
Cuando dilata su musculatura
el trasudor, con aceitado lustre,
junto a las lonas de la arboladura
le da un barniz de semidiós lacustre.
Quieto el aire, ya el río no hace ruido,
poroso de neblinas y vapores.
Y parece que el cielo ha descendido
sobrecargado de húmedos colores.
Gorda paloma hacia el follaje oscuro
vuela volando en aplomado vuelo.
Es ya la hora del azul maduro
y el cielo tiene demasiado cielo.»
«Oda Provincial», Espasa Calpe, Buenos Aires 1954.