Acervo Poético

blog de poesía olvidada y poco leída


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Los Mares del Sur

 

                                                 El coral crece, la palmera brota, pero el hombre se va.                                                                                                                                Popular tahitiano

 

   Un autor que inicia su obra con un poema titulado «Los mares del Sur», que traduce y edita la mejor literatura norteamericana del Siglo XIX, que conoce las cárceles del faccismo y que, considerado el escritor italiano más importante de su generación, elige darse muerte a los cuarenta y dos años, no puede ser menos que un gran amigo de este blog. Por otra parte, -salvo un trabajo demasiado conocido de su última época-, Cesar Pavese (1908-1950) sigue siendo en el imaginario castellano más un narrador que un hacedor de versos.

   Un volumen aparecido 1846 en cuya última página se leía la publicidad de «El cuervo y otros poemas» -obra de otro entusiasta escritor de la editorial-, tuvo el mérito de ser la primera novela publicada sobre la vida en las islas del Pacífico. El título: «Typee»; su autor, Herman Melville. A partir de allí muchos se aplicaron a continuar y refinar el descubrimiento literario de esas regiones «lejos de las sombras que proyecta todavía el Imperio Romano… de hombres que nunca habían leído a Virgilio  y que no habían sido conquistados nunca por Cesar … franqueados los límites de aquella zona confortable de las lenguas hermanas«, según deja anotado Stevenson en su libro de viajes de 1889.

   Pavese nos revela otro Sur, consonante en rudeza con el título inobjetable de su primer poemario: «Lavorare stanca», «Trabajar cansa».

 

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                                                            Los Mares del Sur

                                                         (versión compendiada)

 

Ibamos una tarde por la falda de un cerro,

silenciosos. En la sombra del tardío crepúsculo

mi primo es un gigante vestido de blanco

que se mueve tranquilo, con el rostro bronceado,

taciturno. Callarnos es nuestra virtud.

Algún antepasado nuestro habrá estado muy solo

-un gran hombre entre idiotas o un desdichado loco-

para enseñar a los suyos tanto silencio.

 

Mi primo habló esta tarde. Me ha pedido

que subiera con él: desde lo alto se vislumbra

en las noches serenas el reflejo del faro

lejano de Turín: «Tú que vives allí…»

-me ha dicho- «…pero tienes razón. La vida hay que vivirla

lejos del pueblo: se progresa y se goza,

y luego, al regresar, como yo a los cuarenta, se encuentra

todo nuevo. Las Langhe no se pierden».

Todo esto me ha dicho y no habla en italiano,

pero usa lento el dialecto que, como las piedras

de esta misma colina, es tan abrupto

que veinte años de idiomas y océanos diversos

no han logrado mellárselo. Y sube por la cuesta

con la mirada baja que yo he visto, de niño,

en los campesinos algo cansados.

 

Veinte años ha vivido viajando por el mundo.

Se fue siendo yo todavía un niño al cuidado de las mujeres

y lo dieron por muerto. Luego escuché que a veces

las mujeres hablaban de él como en un cuento;

pero los hombres, más circunspectos, lo olvidaron.

Un invierno, a mi padre ya muerto le llegó una postal

con una gran estampilla verdosa de naves en un puerto

y deseos de buena vendimia. Hubo un gran estupor,

pero el niño crecido explicó ávidamente

que el mensaje venía de una isla llamada Tasmania

circundada por un mar más azul, feroz de tiburones,

al sur de Australia, en el Pacífico. Y añadió que sin duda

el primo pescaba perlas. Y arrancó la estampilla.

Cada uno dio su parecer, pero todos coincidieron

en que, si no estaba muerto, moriría.

Después lo olvidaron y pasó mucho tiempo.

 

Oh, desde que yo jugué a los piratas malayos

¡cuánto tiempo ha pasado! Y desde la última vez

que bajé a bañarme en un lugar peligroso

y perseguí en un árbol a un amigo de juegos

quebrando hermosas ramas y rompí la cabeza

de un rival, y también me golpearon,

cuánta vida ha pasado. Otros días, otros juegos,

otros sacudimientos de la sangre ante rivales

más evasivos: los pensamientos y los sueños.

La ciudad me ha enseñados infinitos temores:

una multitud, una calle me han hecho estremecer,

un pensamiento a veces, entrevisto en un rostro.

Todavía en los ojos siento esa luz burlona

de miles de faroles sobre el ir y venir de los pasos.

 

Mi primo regresó cuando acabó la guerra,

gigantesco, entre unos pocos. Y tenía dinero.

Los parientes decían en voz baja: «En un año, a lo sumo,

se lo habrá comido todo y vuelve a irse.

Así mueren los desesperados».

Mi primo tiene rasgos resueltos. Compró una planta baja

en el pueblo y mandó construir un garage de cemento

con un flamante surtidor de nafta en el frente

y en la curva sobre el puente, bien grande, un cartel como aviso.

Luego puso un mecánico dentro a cobrar el dinero

y él paseó por todas las Langhe fumando.

 

Entre tanto, se había casado en el pueblo. Tomó una muchacha

rubia y delgada como las extranjeras

que un día conoció, es cierto, en el mundo.

Pero siguió saliendo solo. Vestido de blanco,

con las manos atrás y la cara bronceada,

de mañana frecuentaba las ferias

y con aire de sorna negociaba caballos.

 

Hace ya media hora que andamos. La cumbre está cercana.

Van aumentando en torno el susurro y el silbido del viento.

Un perfume de tierra y de viento nos envuelve en lo oscuro;

hay luces a lo lejos: granjas, automóviles

que se escuchan apenas; y yo pienso en la fuerza

que me ha devuelto a este hombre, arrancándolo al mar,

a las tierras lejanas, al silencio que dura.

Mi primo no habla nunca de los viajes que hizo.

Dice, parco, que ha estado en tal sitio o tal otro

y piensa en sus motores.

 

Sólo un sueño

le ha quedado en la sangre: ha navegado un día

como foguista en un barco pesquero holandés, el Cetáceo

y ha visto volar los pesados arpones bajo el sol,

ha visto huir ballenas entre espumas de sangre

y perseguirlas y levantar sus colas y luchar con la lanza.

Me lo recuerda a veces.

Pero cuando le digo

que él está entre los afortunados que han visto la aurora

sobre las islas más hermosas del mundo,

sonríe al recordarlo y responde que el sol

se alzaba cuando el día ya era viejo para ellos.


«Lavorare Stanca», Solaria, 1936. Traducciones consultadas: Horacio Armani (Fausto), Rodolfo Alonso (Centro Editor).


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Hiroshima. La sombra y el Otro.

El hecho, entonces famoso y ahora algo olvidado, fue comentado de este modo por Gregorio Klimovsky:

«Pero aún faltaba lo más tétrico. Era el escalón de mármol que había a la entrada del Banco Sumitomo, situado cerca del centro de la explosión. Alguien debió estar sentado ahí en ese momento y, sin duda, debió volatilizarse en milésimos de segundo. Por efecto del tremendo calor, los gránulos del mármol cambiaron su estructura cristalina y se blanquearon. Pero aquellos ante los que el cuerpo del humano se interpuso, quedaron más grises. El resultado fue que en el escalón se advierte la sombra fantasmal del inocente habitante de Hiroshima que, tal vez, estaba descansando en estado contemplativo, admirando la mañana japonesa».

En un poema fechado 6 de agosto de 1985, Roy Bartolomew – tercera voz ocasional y armónica en los diálogos Borges-Carrizo, colaborador del primero en siete memorables noches-, hace hablar a la sombra, luego al Otro, al desconocido.

 

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La sombra de Hiroshima

(versión compendiada)

 

La sombra

El sol -dador de vida, señor

de los ciclos vegetales, paridor de la mañana-,

como a las demás, me creó

con luz potente. Nací de él,

por lo interpuesto. Me creó mortal,

humana. Seguimos al hombre

mientras vive, nos vamos

cuándo él se va.

A algunos los prolonga el recuerdo,

en desigual constancia. Entonces,

el recuerdo, esa forma de hombre

(esa forma de sombra), es muchos hombres.

 

La mañana era inocente y la calle silenciosa.

Las cosas sencillas ofrecían su gesto cotidiano:

el cielo, el agua, la amistad, la clorofila.

Calle abajo, las islas y el tejido de canales.

La guerra no alteraba la rutina ciudadana.

Los ciclos reiteraban los mitos y las formas.

Los árboles erguían su confianza.

Los dioses, habitados de pacientes artesanos,

cuidaban de las flores, estaban en el vuelo

de las moscas, en la industria

minuciosa de las hojas.

Un día como tantos, tiempo claro.

 

Otro sol, de súbito estallido, de inconcebible

potencia y cercanía, de ejecutoria instantánea

inmisericorde, mató al Otro para dejarme

sin muerte: perduro en el mármol.

Sombra vaga pero fija, sombra de nada,

no recuerdo quién fui, varón o mujer,

adolescente o numeroso de días y de noches,

un corazón en amistad con la vida.

Soy lo que no fui; fui lo que no soy.

Las horas no me modifican; nada hay

más muerto que yo.

 

Impresa en la piedra, perduro como placa velada.

Sólo quedó del Otro, lo único que no debió quedar.

La ira de los hombres borra el flujo de los hombres

y el mundo será un mundo narrado en sólo sombras.

 

El Otro

Oquedad sin verbo, vacío de epidermis.

La ronda de los seres. Mi padre, de su padre;

mi madre, de la suya. Si no sé quién fui

¿Cuál mi ronda, qué historia sucesiva,

hacía qué ocasos mi ventana?

Pero aún quedan -dicen- pájaros del aire.

De mi delgada flor tal vez se apiade

un tenue silencio.

_________________________________________________________________

Roy Bartolomew, «Retratos Minerales», Torres Agüero Editor, Buenos Aires, 1986


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El hombre ilustrado del Paraná

     Cuando hacia 1940 la tradición del poema largo parecía exhausta, Horacio Rega Molina dio a la imprenta los mil cuatrocientos cuatro versos de su «Oda Provincial» (habría una versión definitiva en 1954). En ella nos da su visión del mundo -y más allá-, desde su pueblo natal de San Nicolás de los Arroyos. Entre las cosas que vio o fingió ver, estuvo un marinero copiosamente tatuado que surcaba las aguas del Paraná. La imagen fue propicia para combinar las mejores dotes del poeta: el galimatías de diseños quedó reflejado en rimas de buen humor y endemoniada habilidad, las aguas y luces del río en versos de sensible poesía que quizá recuerden a Mark Twain y el Mississippi.

 En este fragmento (del que damos una versión compendiada) Rega Molina cumplió con el joven deseo -quizá con el presagio- que Labardén cantó en su «Oda al Paraná» en el primer número del primer periódico de Buenos Aires (Telégrafo Mercantil, 1ero de abril de 1801):

«bajo tu amparo/ corran como tus aguas nuestros versos»

ilus

«.. En la costa, los árboles baldíos

graban en taciturnas  oquedades

esa melancolía de los ríos

cuando pasan delante de ciudades.

Sobre el puente de un barco naranjero

aromado de espesas fruterías,

muestra el busto tatuado un marinero

con signos mágicos y alegorías.

Lo rodean imágenes profusas

en alternadas circunvoluciones.

Guirnaldas de fosfóricas medusas

y valvas de entreabiertos mejillones.

Signos de arábigas astrologías,

no hay en su piel un sitio que el ornato

no haya cubierto de imaginerías

como el entretejido de un brocato.

(Muy cerca, el río adicto le acompasa

la soledad de su corriente ciega,

con actitud de tiempo que no pasa,

o más aún, de tiempo que no llega).

Y el marinero que en la sed y el hambre

avizoró cien puertos y países

abomba el tórax y de su pelambre

nacen figuras como cicatrices:

Por ambos brazos repta una serpiente

en anillada tripa, de manera

que si se mira inadvertidamente

más parece una autóctona pulsera.

La cabeza, en la mano, mete miedo

al viborear con ponzoñez conjunta

una lengüeta para cada dedo

que lo recorre hasta la misma punta.

Completan la monstruosa taracea

pájaros y hojas en compacto friso,

con tal deformidad que acaso sea

una zona infernal del paraíso.

(Pónese ahora el río luminoso,

y bajo el oro de la tarde quieta

enormemente largo y silencioso

brilla como la cola de un cometa).

Como si fuese ayer, recuerda todo:

primero, los pinchazos de la aguja

clavada oblicuamente, único modo

que no salte de sangre una burbuja.

Después, la aplicación de tinta china

que da, bajo la piel, su azul de vena,

y por último el frote con orina,

súbita causa de mortal gangrena.

Y así fueron surgiendo en sus tetillas

bajo la habilidad del operario,

las simbadmarineras maravillas

que escogió en un fantástico muestrario.

Cuando dilata su musculatura

el trasudor, con aceitado lustre,

junto a las lonas de la arboladura

le da un barniz de semidiós lacustre.

Quieto el aire, ya el río no hace ruido,

poroso de neblinas y vapores.

Y parece que el cielo ha descendido

sobrecargado de húmedos colores.

Gorda paloma hacia el follaje oscuro

vuela volando en aplomado vuelo.

Es ya la hora del azul maduro

y el cielo tiene demasiado cielo.»


«Oda Provincial», Espasa Calpe, Buenos Aires 1954.


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Un experimento

«you and love are still my argument«

                                                                                            Shakespeare

    La tradición de poesía dialogada que Luis de Tejeda inicia en nuestro país en el Siglo XVII con el verso «-Esta purpúrea sangre que me diste…» adquiere una curiosa forma en un libro de 1952. Varios experimentos lo circundan. Para entonces María Elena Walsh experimentaba con el amor heterosexual; «el señalado» -como lo llama en uno de los poemas-, era el también escritor Angel Bonomini. Cada uno de los amantes compone un poemario para cantar su común historia  -Bonomini, «Argumento del enamorado»; Walsh, «Baladas con Angel»- y ambos textos se editan en un solo volumen entendido como un espacio de diálogo, generación y circularidad. Epígrafes de Shakespeare y colofones en latín tomados de la liturgia cristiana se comunican para enlazar la nueva criatura. Un lector ideal podría olvidar los límites y entregarse a combinar rimas y estrofas; pero ese lector tendría problemas con las posteriores ediciones de las poesías de María Elena Walsh ya que nunca incluyeron el «Argumento…», precisamente de aquí tomamos el poema de hoy.

 En lugar de discutir el valor del libro de una joven poeta que luchaba por descargarse del tutelaje inverosímil de Juan Ramón Jiménez y de un escritor que alcanzará su mejor forma en la tarea cuentística, remarcaremos que la naturaleza de la experiencia la hace profusa -y a veces acertada- en los objetos más extraños de la literatura: los poemas de felicidad.

 

                                       walsh 001

 

Canción dichosa

          «Pues tu ademán sucede

          entre el color del aire

          y el gesto que la rosa

          al aire le dedica,

          la luz y sus brillantes

          ejércitos levantan

          banderas amarillas,

          banderas amarillas.»


Angel Bonomini, «Argumento del enamorado», María Elena Walsh «Baladas con Angel». Editorial Losada, Buenos Aires 1952.

 


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1976-2016

 

   Un escritor francés anota en su diario un poema con fecha 7 de agosto de 1917. Le avergüenza que la lluvia que cae sobre París, que lo aísla tiernamente y le otorga el ánimo propicio para escribir sea la misma que acrecienta el martirio sobre las líneas de soldados. En el frente ha visto que los muertos en sus sudarios tienen la forma de las momias dormidas por milenios, «su sueño de un cuarto de hora lleva el signo de la eternidad». Ahora desde su gabinete «como tallado a mano sobre el confuso conjunto del mundo» le pesa saber que no morirá en la guerra. Comienza a encarnar la compleja categoría del sobreviviente.

 La lectura de este poema de François Mauriac puede ayudar a iluminar con cierta violencia literaria lo esencial a cuarenta años del último golpe de estado en Argentina. Sólo basta -y apenas es preciso- trocar la iglesia de la Madelaine por cualquier rincón de nuestro barrio, una mañana de París por todas nuestras mañanas. Oscar Wilde escribió que lo que el hombre siempre ha perseguido no es el sufrimiento ni el placer, sino simplemente la vida. Y lo que llamamos actualidad genera un incesante ruido de fondo en cuyas corrientes de intereses ocasionales podemos disgregarnos. Pero lo real, mejor aun, lo verdadero, es la gente que no está, un jardín de senderos truncos que ya no pueden bifurcarse. Un mundo que no está.

 A continuación una versión castellana del poema seguida del original francés.

Fotografía Robert Doisneau

Fotografía Robert Doisneau

 

Sobrevivientes, sobrevivientes ¿Hacia quién volver los rostros?

                    ¿Hacia quién tender las manos?

Los pasos de los bienamados se borran en el camino

terrestre donde los muertos no dejan traza.

 

Nada queda de los muertos, pobre corazón, nada queda

                    de las risas y las voces.

En lugar de sus gestos y sus rostros tiernos

el espejo sólo ofrece vacío lleno de espanto.

 

Y bien lo sabes corazón de sangre, corazón de carne,

                    nada es salvo aquello que tocamos,

nada es salvo esta vida que se ensancha en las bocas

como una flor ardiente y como un fruto amargo.

 

Nada es sino este banco frente a la Madelaine

                    donde tu cuerpo reposaba.

Era el alba… ¡La noche, ah, tan vana había sido!

París vacío y encantador apenas despertaba.

 

¡No, no, tú no eras un héroe, corazón frívolo!

                      Tú no eres más que un niño muerto

entre todos los niños arrojados a las márgenes sombrías

como en fila, sólo un tiempo atrás, caminaban a la escuela. 

 


 

Survivants, survivants, vers qui tourner vos faces,

                   vers qui tendre vos mains?

Les pas des bien-aimés s’effacent au chemin

terrestres où les morts ne laissent pas de trace.

 

Rien ne reste des morts, pauvre coeur, rien ne reste

                     des rires ni des voix.

Aux lieu de leurs visages tendres et de leurs gestes

le miroir n’offre plus qu’un vide plein d’effroi.

 

Et pourtant tu le sais coeur de sang, coeur de chair,

                       rien n’est que ce qu’on touche,

rien n’est que cette vie épanouie aux bouches

comme une fleur brûlante et comme un fruit amer.

 

Rien n’est que sur ce banc devant la Madeleine

                         ton corps qui reposait.

C’était l’aube… Ah! la nuit, qu’elle avait été vaine!

Paris vide et charmant à peine s’éveillait.

 

Non, non, tu n’étais pas un héros, coeur frivole!

                          Tu n’est qu’un enfant mort

parmi tous les enfants jetés aux sombres bords

comme en file naguère ils allaient a l’école.


 

François Mauriac «Journal d’un homme de trente ans»

Traducción: F.I.


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Unico poema

                                          «parce qu’une île se trouve être l’élément naturel d’un poète» 

(porque una isla viene a ser el elemento natural de un poeta)

Charles du Bos

     María Eugenia Vaz Ferreira -por su fecha de nacimiento la primera poetisa del Uruguay-, quería construirse una «Casa del Silencio», morada subterránea y circular con dos escaleras, cuando por una de ellas llegasen los importunos María Eugenia preveía poder escapar por la otra. La historia dice que la poetisa perdió la razón poco antes de su muerte, que su único y póstumo libro «La isla de los cánticos» fue ordenado y publicado por su hermano, el filósofo Carlos Vaz Ferreira, y que nunca llegó a construirse su «Casa del Silencio». Creo que tendemos a dudar de esto último. No imaginamos desde qué otro lugar pudo haber entrevisto paisajes como el de este extrañísimo poema.

María Eugenia Vaz Ferreira (1875-1924)

María Eugenia Vaz Ferreira (1875-1924)

 

 

Unico Poema

Mar sin nombre y sin orillas, 

soñe con un mar inmenso,

que era infinito y arcano

como el espacio y los tiempos.

Daba máquina a sus olas,

-vieja madre de la vida-,

la muerte, y ellas cesaban

a la vez que renacían.

¡Cuánto nacer y morir

dentro la muerte inmortal!

Jugando a cunas y a tumbas

estaba la soledad…

De pronto un pájaro errante

cruzó la extensión marina;

«chojé… chojé…» repitiendo

su quejosa marcha iba.

Sepultóse en lontanaza

goteando «chojé… chojé…»

Desperté y sobre las olas

me eché a volar otra vez. 


«La isla de los Cánticos» (1925)


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Juan Carlos Ghiano y el Siglo XIII

     Quien desee saber en qué consiste el sincretismo cultural puede acercarse a la catedral de Cuzco, franquear los portales tallados por maestros jesuitas, avanzar por la nave central entre sombras agravadas por pinturas de las escuelas potosina y cuzqueña, y situarse frente al altar mayor. En lo alto puede que llame su atención el lienzo vertical de una gran «Ultima Cena» y en particular el plato central que Cristo y sus discípulos se disponen a santificar: Un cuy.

 El curioso puede también interesarse por el estudio de la poesía en la España musulmana y es de esperar que pronto dé con la moaxaja, un tipo de composición corriente en el Siglo XIII. El cuerpo central y solemne del poema se componía en árabe, la estrofa de remate, breve y de corte popular, en mozárabe, una temprana lengua romance de la península. Los conquistadores musulmanes y los cristianos resistentes cooperaban en una forma poética estandarizada.

 En un trabajo de su segundo poemario, Juan Carlos Ghiano nos acerca a una experiencia sonora plural quizás afín a la de aquellos auditores bilingües, pero con una diferencia: sólo recurre al castellano.

 

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                  II

   El pobre enamorado

   junta palabras

   en un papel

   que ciega de blancura,

   diciéndose que el mero amor

   madura su costado,

   amor que ya han nombrado tantos

   desde los días adolescentes,

   iguales a pájaros,

   hasta la ceniza obstinada

   de unos huesos negados a la muerte.

   Porque no hay palabras ciertas

   para las caminatas

   en que se aprietan manos

   como pulsos en busca

   de dos bocas, ansiosas como cuerpos,

   dos cuerpos, desnudos como bocas,

   la madrugada con abrazo,

   desgastando

   monedas que son de cobre.

 

   Déjame, si te pluguiere,

   amor dulce y lisonjero

   con engaños,

   que el que quiere es el que muere:

  déjame, que vivir quiero

   sin tus daños.

 


 

«Hace Mucho y Apenas» Editorial fraterna, Buenos Aires, 1982.


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Fin de temporada

A Michel Lafon (1954-2014), lector de Larbaud

       Algunos años antes de la primera guerra mundial, el pasajero de clase preferencial Valery Larbaud -el riche amateur tempranamente heredero de una fortuna, el escritor viajero y políglota-, llegaba a una localidad balnearia de los países bajos. El verano acababa de terminar, los bañistas y las orquestas de cuerdas se habían ido y unos pocos ociosos cruzaban las playas o se agrupaban en hoteles profundos y semivacíos. Europa aún lucía a Siglo XIX.

  En la perspectiva entumecida de esos días fuera de estación, en una habitación de persianas cerradas a los primeros vientos de Rusia, Larbaud prepara una nueva pieza para su único poemario; pronto será Archibald Olson Barnabooth, quizás un epígono acomodado e indolente de Walt Whitman. Toma una hoja con membrete de Vichy Saint-Yorre y anota en francés el poema siguiente.

mdp

Scheveningue, muerta ya la estación

En el pequeño bar de muebles encerados,

bebimos largamente bebidas de Inglaterra;

era cálido, íntimo bajo los cortinados.

Fuera el viento de mar crujía reposeras.

 

Ambiente de salón  fumador en un barco…

Yo, el corazón opreso, como cuando se viaja;

yo estaba enternecido, yo estaba ya lejano;

yo un niño en sus angustias, correcto y educado.

 

¡Y lo que nos rodeaba, era todo tan calmo!

Una barra y la gente confidente se torna.

¡Oh, cómo se es pequeño las tardes junto a ustedes,

cómo uno se arrodilla! ¡Olas, inmensas olas!

 

 

Scheveningue, Morte-saison

Dans le clair petit bar aux meubles bien cirés,

nous avons longuement bu des boissons anglaises;

c’etait intime et chad sous les rideaux tirés.

Dehors le vent de mer faisait trembler les chaises.

On eût dit un fumoir de navire ou de train:

j’avais le coeur serré comme quand on voyage;

j’étais tout attendri, j’etais doux et lointain;

j’étais comme un enfant plein d’angoisse et très sage.

Cependant tout était si calme autour de nous!

Des gens, près du comptoir, faisaient des confidences.

Oh, comme on est petit, comme on est à genoux,

Certains soirs, vous sentant si près, ô flots immenses!


«Les Poésies de A. O. Barnabooth», Nouvelle Revue Française, Paris, 1913. Versión en español F.I.


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Mujer Triste

 

     A lo largo de su obra, Emma de Cartosio ensayó diversos acercamientos al mundo infantil. Podemos citar algunos de sus versos:

“Con ojos de escondida y manos de mancha

ya perseguías, Angustia, mi niñez de plazas”

También enumerar sus soportes o procedimientos: Una colección de elegías para cuya escritura intentó el regreso al tiempo en que tales cosas no se escriben ni pueden escribirse: la infancia. La composición de un libro “ni para chicos ni para grandes. Un libro para gente triste” donde le habla a la niña que ella misma fue y con fervor le desea que nunca llegue a comprenderlo. Cuentos infantiles situados en la pampa, en castellano y en francés, para los niños que la conocen y para los que sólo la imaginan.

 Nunca sus juegos con este tema –el capital de su obra- fueron tan inquietantemente originales como en este poema. No adelantaremos nada sobre la escena que encierra. Es probable que una vez recorrida los lectores elijan continuar el silencio.

 Uno de los críticos de la hoy relegada obra de Emma de Cartosio destacó la calidad de los símbolos utilizados y la medular importancia que la autora confiere a la estructuración de las imágenes. Esos principios -que pueden ser la buena base de una literatura-, se encuentran, para bien de los personajes y de nosotros, en los veinte versos de este poema.

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Carátula original de Spilimbergo para el poemario «El arenal perdido» de Emma de Cartosio, 1958.

Mujer

Mujer joven.

Mujer triste.

Mujer:

pasaste tu izquierda con alianza

y sin amor por mi pelo rubio.

Pasaba tristeza de muchacha

esposa por mi pelo al sol.

Te miré con mis azules de cinco

años y sonreí, ¿por qué sonreí?,

El rodete caído sobre los frágiles

hombros que mucha soledad soportaban.

El flequillo dorado sobre la frente

aun sin el ceño que después la marcara.

Entre tus hombros y mi frente, algo

se extendió uniéndolos como bocas.

Se besaron, sí, los dos desprotegidos

mientras sonreíamos sin saber porqué.

Mujer joven.

Mujer triste.

Mujer.


«Elejías analfabetas» [sic], Edición Julio Herrera y Reissig, Montevideo 1960


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Una hipérbole borgeana

       Hacia mediados de los años setenta, en un periódico de Buenos Aires, Carlos Mastronardi publicó uno de sus últimos poemas. Algún tiempo después, Borges escribió un comentario sobre Mastronardi y deslizó, casi disculpándose, una frase que situaba a aquel tardío trabajo de su amigo en un inesperado puesto en la lengua española. Quizás esa frase -el mismo Borges lo reconoce-, no nos persuada (y en realidad poco importa), pero al igual que tantos momentos de su obra nos conduce, como única y deseable solución, a leer, a leer secretamente expectantes de sentir algo de lo que él sintió, de hacer contacto con esas vivencias literarias que no dejó de revelarnos.

Copiamos fragmentos de la nota y, a continuación, el poema.

 

Borges y Mastronardi

Borges y Mastronardi

 

«Carlos Mastronardi ha logrado, en estos melancólicos días, que el nombre de argentino sea todavía honroso. El empeño que otros ponen en ser famosos, el empeño que otros ponen en esas miserias que se llaman la promoción o la publicidad Carlos Mastronardi lo ha puesto en pasar casi inadvertido, en esa vida umbrátil que recomendaban los estoicos… Mastronardi ha consagrado toda su vida, no a escribir muchas páginas, sino a escribir lo que en suma todo escritor escribe; digamos unas cuantas páginas con la esperanza de ser imperecederas. Y eso, lo ha logrado… Hay otro poema de Mastronardi que no es inferior a «Luz de Provincia». Es quizá (yo en general eludo los superlativos, que llevan a la discusión más que a la persuasión) el poema más melancólico y más desengañado de la lengua española. Ese poema se titula «La medalla» y lo publicó hace relativamente poco tiempo.»

                                                                      J.L.B.

                                         La medalla

Cuando los años me hicieron dejar la oficina,
los viejos empleados se juntaron hacia el atardecer,
y después de levantar las copas
pusieron en mis manos una medalla,
grato presente que según la costumbre,
los hombres acuñan –penoso es decirlo-
en obstinada materia,
porque saben que el alma tiene hondones
y resquicios que al fin serán su ruina.
Acuden, pues, a la firmeza
del oro o del bronce
para dar ilusoria persistencia
al recuerdo que vacila.

Estuve, así, un momento
con esos compañeros afables y sencillos
a quienes apenas conocía,
pues nuestros vínculos eran los que impone el trabajo,
y en verdad sólo la inercia y el tiempo
promovieron la amena ceremonia,
en cierto modo impersonal,
dispuesta por aquellos obsequiosos
para despedir a una imagen periódica,
ya que nada sabían de mi esencia profunda,
plasmada en alegrías, deshonras y flaquezas.

Todo ocurrió como en un libro,
como si fuéramos vagos signos,
pero las formales palabras de encomio
y la inmutable ofrenda con mi nombre
espejaban veraces
el cuidado que ponen los mortales
en sostener y afianzar la cosa incógnita,
la vaporosa vida.

Se apagó la amable tertulia,
y mientras unos pocos prolongaban el diálogo,
agradecí su presencia y busqué la calle.
Cuando descendía la escalera,
como quien vuelve a sí mismo y quiere andar solo,
pensé en la fiesta ya desvanecida,
y me dije que el obsequio perenne
también se disipaba en aire y sombra,
pues pude vislumbrar,
-triste menos por mí que por todos los humanos-,
que la inscripción del metal perdurable
se borraba y perdía de modo extraño.

Sentí, entonces que esa anulación instantánea,
contra la cual levantamos dignidades y valores,
nos enseña que es mejor perder de una vez
lo que habrá de perderse.
Y también me fue dado imaginar
que la medalla del agasajo,
símbolo que al olvido lleva una vana guerra
y parte de la intriga benévola
que nos miente sustancia y nos ayuda,
iría a parar al fondo de un cajón,
y allí quedaría, ya nivelada con todo
lo que integra y devora el pasado,
desde el diamante hasta el hombre,
tan tenue y enigmática como la misma vida.


Recogido en «Poesías Completas», Academia Argentina de Letras, 1982.