El coral crece, la palmera brota, pero el hombre se va. Popular tahitiano
Un autor que inicia su obra con un poema titulado «Los mares del Sur», que traduce y edita la mejor literatura norteamericana del Siglo XIX, que conoce las cárceles del faccismo y que, considerado el escritor italiano más importante de su generación, elige darse muerte a los cuarenta y dos años, no puede ser menos que un gran amigo de este blog. Por otra parte, -salvo un trabajo demasiado conocido de su última época-, Cesar Pavese (1908-1950) sigue siendo en el imaginario castellano más un narrador que un hacedor de versos.
Un volumen aparecido 1846 en cuya última página se leía la publicidad de «El cuervo y otros poemas» -obra de otro entusiasta escritor de la editorial-, tuvo el mérito de ser la primera novela publicada sobre la vida en las islas del Pacífico. El título: «Typee»; su autor, Herman Melville. A partir de allí muchos se aplicaron a continuar y refinar el descubrimiento literario de esas regiones «lejos de las sombras que proyecta todavía el Imperio Romano… de hombres que nunca habían leído a Virgilio y que no habían sido conquistados nunca por Cesar … franqueados los límites de aquella zona confortable de las lenguas hermanas«, según deja anotado Stevenson en su libro de viajes de 1889.
Pavese nos revela otro Sur, consonante en rudeza con el título inobjetable de su primer poemario: «Lavorare stanca», «Trabajar cansa».
Los Mares del Sur
(versión compendiada)
Ibamos una tarde por la falda de un cerro,
silenciosos. En la sombra del tardío crepúsculo
mi primo es un gigante vestido de blanco
que se mueve tranquilo, con el rostro bronceado,
taciturno. Callarnos es nuestra virtud.
Algún antepasado nuestro habrá estado muy solo
-un gran hombre entre idiotas o un desdichado loco-
para enseñar a los suyos tanto silencio.
Mi primo habló esta tarde. Me ha pedido
que subiera con él: desde lo alto se vislumbra
en las noches serenas el reflejo del faro
lejano de Turín: «Tú que vives allí…»
-me ha dicho- «…pero tienes razón. La vida hay que vivirla
lejos del pueblo: se progresa y se goza,
y luego, al regresar, como yo a los cuarenta, se encuentra
todo nuevo. Las Langhe no se pierden».
Todo esto me ha dicho y no habla en italiano,
pero usa lento el dialecto que, como las piedras
de esta misma colina, es tan abrupto
que veinte años de idiomas y océanos diversos
no han logrado mellárselo. Y sube por la cuesta
con la mirada baja que yo he visto, de niño,
en los campesinos algo cansados.
Veinte años ha vivido viajando por el mundo.
Se fue siendo yo todavía un niño al cuidado de las mujeres
y lo dieron por muerto. Luego escuché que a veces
las mujeres hablaban de él como en un cuento;
pero los hombres, más circunspectos, lo olvidaron.
Un invierno, a mi padre ya muerto le llegó una postal
con una gran estampilla verdosa de naves en un puerto
y deseos de buena vendimia. Hubo un gran estupor,
pero el niño crecido explicó ávidamente
que el mensaje venía de una isla llamada Tasmania
circundada por un mar más azul, feroz de tiburones,
al sur de Australia, en el Pacífico. Y añadió que sin duda
el primo pescaba perlas. Y arrancó la estampilla.
Cada uno dio su parecer, pero todos coincidieron
en que, si no estaba muerto, moriría.
Después lo olvidaron y pasó mucho tiempo.
Oh, desde que yo jugué a los piratas malayos
¡cuánto tiempo ha pasado! Y desde la última vez
que bajé a bañarme en un lugar peligroso
y perseguí en un árbol a un amigo de juegos
quebrando hermosas ramas y rompí la cabeza
de un rival, y también me golpearon,
cuánta vida ha pasado. Otros días, otros juegos,
otros sacudimientos de la sangre ante rivales
más evasivos: los pensamientos y los sueños.
La ciudad me ha enseñados infinitos temores:
una multitud, una calle me han hecho estremecer,
un pensamiento a veces, entrevisto en un rostro.
Todavía en los ojos siento esa luz burlona
de miles de faroles sobre el ir y venir de los pasos.
Mi primo regresó cuando acabó la guerra,
gigantesco, entre unos pocos. Y tenía dinero.
Los parientes decían en voz baja: «En un año, a lo sumo,
se lo habrá comido todo y vuelve a irse.
Así mueren los desesperados».
Mi primo tiene rasgos resueltos. Compró una planta baja
en el pueblo y mandó construir un garage de cemento
con un flamante surtidor de nafta en el frente
y en la curva sobre el puente, bien grande, un cartel como aviso.
Luego puso un mecánico dentro a cobrar el dinero
y él paseó por todas las Langhe fumando.
Entre tanto, se había casado en el pueblo. Tomó una muchacha
rubia y delgada como las extranjeras
que un día conoció, es cierto, en el mundo.
Pero siguió saliendo solo. Vestido de blanco,
con las manos atrás y la cara bronceada,
de mañana frecuentaba las ferias
y con aire de sorna negociaba caballos.
Hace ya media hora que andamos. La cumbre está cercana.
Van aumentando en torno el susurro y el silbido del viento.
Un perfume de tierra y de viento nos envuelve en lo oscuro;
hay luces a lo lejos: granjas, automóviles
que se escuchan apenas; y yo pienso en la fuerza
que me ha devuelto a este hombre, arrancándolo al mar,
a las tierras lejanas, al silencio que dura.
Mi primo no habla nunca de los viajes que hizo.
Dice, parco, que ha estado en tal sitio o tal otro
y piensa en sus motores.
Sólo un sueño
le ha quedado en la sangre: ha navegado un día
como foguista en un barco pesquero holandés, el Cetáceo
y ha visto volar los pesados arpones bajo el sol,
ha visto huir ballenas entre espumas de sangre
y perseguirlas y levantar sus colas y luchar con la lanza.
Me lo recuerda a veces.
Pero cuando le digo
que él está entre los afortunados que han visto la aurora
sobre las islas más hermosas del mundo,
sonríe al recordarlo y responde que el sol
se alzaba cuando el día ya era viejo para ellos.
«Lavorare Stanca», Solaria, 1936. Traducciones consultadas: Horacio Armani (Fausto), Rodolfo Alonso (Centro Editor).