El hecho, entonces famoso y ahora algo olvidado, fue comentado de este modo por Gregorio Klimovsky:
«Pero aún faltaba lo más tétrico. Era el escalón de mármol que había a la entrada del Banco Sumitomo, situado cerca del centro de la explosión. Alguien debió estar sentado ahí en ese momento y, sin duda, debió volatilizarse en milésimos de segundo. Por efecto del tremendo calor, los gránulos del mármol cambiaron su estructura cristalina y se blanquearon. Pero aquellos ante los que el cuerpo del humano se interpuso, quedaron más grises. El resultado fue que en el escalón se advierte la sombra fantasmal del inocente habitante de Hiroshima que, tal vez, estaba descansando en estado contemplativo, admirando la mañana japonesa».
En un poema fechado 6 de agosto de 1985, Roy Bartolomew – tercera voz ocasional y armónica en los diálogos Borges-Carrizo, colaborador del primero en siete memorables noches-, hace hablar a la sombra, luego al Otro, al desconocido.
La sombra de Hiroshima
(versión compendiada)
La sombra
El sol -dador de vida, señor
de los ciclos vegetales, paridor de la mañana-,
como a las demás, me creó
con luz potente. Nací de él,
por lo interpuesto. Me creó mortal,
humana. Seguimos al hombre
mientras vive, nos vamos
cuándo él se va.
A algunos los prolonga el recuerdo,
en desigual constancia. Entonces,
el recuerdo, esa forma de hombre
(esa forma de sombra), es muchos hombres.
La mañana era inocente y la calle silenciosa.
Las cosas sencillas ofrecían su gesto cotidiano:
el cielo, el agua, la amistad, la clorofila.
Calle abajo, las islas y el tejido de canales.
La guerra no alteraba la rutina ciudadana.
Los ciclos reiteraban los mitos y las formas.
Los árboles erguían su confianza.
Los dioses, habitados de pacientes artesanos,
cuidaban de las flores, estaban en el vuelo
de las moscas, en la industria
minuciosa de las hojas.
Un día como tantos, tiempo claro.
Otro sol, de súbito estallido, de inconcebible
potencia y cercanía, de ejecutoria instantánea
inmisericorde, mató al Otro para dejarme
sin muerte: perduro en el mármol.
Sombra vaga pero fija, sombra de nada,
no recuerdo quién fui, varón o mujer,
adolescente o numeroso de días y de noches,
un corazón en amistad con la vida.
Soy lo que no fui; fui lo que no soy.
Las horas no me modifican; nada hay
más muerto que yo.
Impresa en la piedra, perduro como placa velada.
Sólo quedó del Otro, lo único que no debió quedar.
La ira de los hombres borra el flujo de los hombres
y el mundo será un mundo narrado en sólo sombras.
El Otro
Oquedad sin verbo, vacío de epidermis.
La ronda de los seres. Mi padre, de su padre;
mi madre, de la suya. Si no sé quién fui
¿Cuál mi ronda, qué historia sucesiva,
hacía qué ocasos mi ventana?
Pero aún quedan -dicen- pájaros del aire.
De mi delgada flor tal vez se apiade
un tenue silencio.
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Roy Bartolomew, «Retratos Minerales», Torres Agüero Editor, Buenos Aires, 1986